miércoles, 16 de diciembre de 2020

Yuxtapuesto

Cadencioso pero no eterno, se sienta en cuclillas -si es que acaso esto existe- y fija su mirada en lo invisible. 

A su alrededor, todos quedan perplejos frente a su actitud segura y definida al plantarse ante la nada. 

La Nada. 

("Pobres, no ven.)

- "¡Hipócrita!", gritan, presuntuosos. No, no es necesario el grito desesperado de atención; la muestra de aparente moralidad contrapuesta a lo que ya no tiene condena. 

Y todo para que él no los deje allí solos en su ignorancia. No saben dónde encontrar la papelera de reciclaje de sus mentes. La mayoría de los archivos que creían imprescindibles bien podían convertirse, en un santiamén, en archivos temporarios. 

Al fin de cuentas, nada es tan importante como para no dejar de creer en ello. 

Nada.

Todo lo demás son sofisticados camuflajes, un verdadero ardid aprendido pero no chequeado, para moverse por el mundo.

Se toma el pulso durante un interminable minuto. Su mirada refleja tanto la concentración de quien sabe lo que está observando como la dispersión de quién detecta lo intransferible. Sus ojos grises enfocan en aquello que está haciendo y en la expectante contención de la respiración de los que esperan, demandantes, que él haga.

Hipnotizado por la imagen que nadie más que él ve, se pone de pie, ignorándolos. Lo que se revela en este instante es prístino para quien sabe ver.

Con paso firme y sin detenerse, avanza hacia la pared de concreto hormigón ondulante.

Y desaparece ante la mirada incrédula de los invidentes.

¿Inentendible? ¿Indescifrable? ¿Inconexo?

Sellando el destino de los escépticos, se escucha la grave voz envolvente decir: 

                                                       "No hay peor ciego que el que no quiere ver".

Cyndi Viscellino Huergo 2020© Todos los derechos reservados

Arte fotográfico: Flora Borsi (Hungría)

martes, 1 de diciembre de 2020

Every Thing

It was one of those ordinary afternoons on an ordinary Wednesday after one ordinary frugal lunch, when we appeared into the monochromatically whitty-walled bedroom where everything happened. 

The bedroom, his bunker. A single bed always made with a quilt on it, knitted in painstaking shades of grey (his favorite...color?) on the left side wall, under the indiscreet big double pane window forever opened to the attractive void. A woody scent from the secretaire full of papers, fountain pens and memories, made of deep and intense brown oak. Rough carob-tree bookshelves, upholstering the also whitish wall opposite to the door, crammed with books of every kind, shape and origin, even comics and fancines.


Life, on the flamboyant spine of the books. 

And on the greyed-quilted bed, with the evocative scent of roses from my soft skin.  

And nowhere else.


I sat, crossed legs, on the fragrant cedar-made floor. My splashy clothes, my reddy-blond hair and my amethyst wet lips painting the room. He used to stare at me and whisper with a suspicious voice: “you are a Bansky’s street art”; never knowing if he was also referring to the subversive place I took in his chromophobic room. I glanced at him, letting him know I was there, ready for him. As every single day since the beginning.


Bansky's street paint in Moscow

He took his place in the smelling-like-tanned-leather swivel chair. In his hands, the worn out book he discovered in his latest tour to the book bargain sales in the plaza. “JG Ballard - Crash” written in thin white letters on the cover, outside. Characters practicing car-crashed sexual fetishism, inside. Dystopia and utopia, converging. Everybody using everything. 

I was never sure where he enjoyed placing me.

Among everybody or everything?


But I was definitely sure of one thing: that day was not going to be like the ordinary day it was originally meant to be.


We’ve been dedicating the whole last three early Spring afternoons to submerge into the alienated transgression and eroticism of the author’s twisted mind, with such fascination that we didn’t notice the heavy storm breaking out. I smelled a whiff of wet soil mixed with the smoke coming out from the cup of freshly brewed and tangy coffee in my right hand. Suddenly, a sensuous tickling energy bristled my neck. I never knew how to proceed at this ever astonishing and annoying point of the day. But he always did.


Every single darnned time.


The setting of the gamy wrecked car merged with her, the female character, aroused him. He never denoted annoyance when dread and excitement mixed in an acidic sadistic scene. That should have been a clear pulsating signal for me, but it used to take me an eternal moment to realize what he was made of.


Or how I was made of.


And knocking on wood was not an alternative for me. 

Although I was surrounded by it.


With diffuse interruptions and not knowing how we got to this point, we were on the bed; my skin, oozing a syrupy bouquet over the tangy quilt; my mouth, tasting spicy. The lilting sound of the watery raindrops, plaintively hitting from the falling-down heavy-dark-grey sky, sketched a formless salty drawing on his back. Now, he himself has become an abstract-expressive painting contrasting with my colorful canvas and my seasoned sweat. Everything (including myself?) seemed to be in the right place, at the right time. 


As every single evening of every single Wednesday for the last twenty four months. 


Only this time I sensed my guts howling. 


He looked into my eyes with a freezing glance. Right away, he closed his eyes tight while breathing in my peachy neck. He started muttering something I wasn’t able to distinguish at all.


His gnarled mind, where I was created two years ago, became a blasting chaos, full of chinks, clanks and clinks. My mind, fused with his, turned confused. The storm was babbling in my ears, making me dream of my so-long awaited deliverance from his holographic world where I was thought up to be his toy. I was praying for him to shut out all his thoughts about me, to annihilate my fantastic and impossible appearance, to revoke my existence. 


All of a sudden, a new sports car was figured out in his mind. He transformed me into the main character of that horrifying story and crashed me against his inventiveness. I crackled and ripened and perfumed the air with my essence of fragrant breath, bright colors, and roaring sounds. I became a smoky presence, full of chocolate smells and creamy flavors. I flew through the bedroom, that bedroom, his bunker, and landed at the corner of his wildest dreams of cars, women and crashes. I turned voluptuously bittersweet and evocative and intoxicating. I became flesh and blood and bones. 


I became real. 


By the door, standing up naked in front of him, I sentenced:

“I’m a Bansky’s street art. I’m alive. I’m colorful. I don’t belong here”. 


And I left.

Forever.


Cyndi Viscellino Huergo 2020© Todos los derechos reservados

domingo, 11 de octubre de 2020

Teatro de operaciones

Comienza despojándose lentamente de la armadura que siempre creyó suya. 

Hasta hoy.

¿Cómo no se dio cuenta antes que no se amoldaba a su fisonomía virgen? 

No quiso. No supo. No pudo.


El peso del metal ha dejado marcas irremediables sobre su piel, moldeando su contorno en una forma impropia. Debía ajustarse al supuesto plan original. Aunque tal vez no es tan supuesto; tal vez este es verdaderamente el plan original. El tiempo, aliado imprescindible, ayudó a su cuerpo a adaptarse a un enfrentamiento y un argumento que nunca fueron suyos, como la armadura. Se mira y no se reconoce. No se parece en nada a aquella complexión pequeña a la que le fue colocada la plúmbea coraza, asumiendo de antemano que sería capaz de cargarla con agilidad y eficiencia.

Ese cuerpo alterado, maltratado, con cicatrices profundas -no siempre visibles como tales-, le deja saber la nobleza de haberse ajustado de manera precisa y perfecta a todas las demandas que cada batalla requirió de él. Su desempeño, infalible y disciplinado, le muestra un resultado exitoso en esa guerra improcedente que creyó genuina. 

(¿Hay alguna medalla a este tipo de lealtad? Si la hay, sospecha que es ella quien debe otorgarla...).

"Es una de esas situaciones en las que el premio se vive como un castigo...otra vez", se dice en silencio. 

Del mismo modo en que se ha dicho todo desde el principio.

Los humanos estamos llenos de ambigüedades que sirven para alejarnos de quienes somos.

En medio del impacto de la conciencia, con lágrimas afligidas rodando por sus mejillas, una señal de compasión y agradecimiento asoma en el fondo diáfano de sus pupilas negras. Frente a ella, sobre el acero gastado de la protección que la refleja desnuda, distorsión y torsión se amalgaman para devolverle una imagen sustituta. Sabe que su cuerpo cuenta una historia muy distinta de las que todos creen leer sobre él. (¿Acaso no sucede con todos los lectores de todas las lecturas?). Nadie, salvo ella, sabe de las heridas infligidas, los dolores insufribles -sufrir nunca fue una opción-, los combates encarnizados por su supervivencia, el legado no solicitado pero cargado, los recados y secretos transportados sin visa, la ingenuidad expropiada, las ilusiones destrozadas, la autoestima desestimada.

Si lo supieran, no la mirarían con desprecio y prejuicio. ¡Como si ellos mismos no cargaran, en marca de hierro, con sus íntimas historias sobre su piel!

Debe vestirse, pero no conoce el atuendo que se ajuste a su necesidad de ser libre. Sutil paradoja la de cubrirse para mostrarse. 

Elige no seguir combatiendo, aunque sabe que las batallas pueden ser inevitables.

Hace apenas un instante, mientras sentía el aire fresco del tiempo presente finalmente acariciando su piel, descubre que una batalla puede transformarse en un juego. Amigable, divertido, relajado. La guerrera en ella posee las estrategias, las tácticas y la experiencia, pero aún no sabe cómo aplicarlas en un tablero lúdico en permanente movimiento. 

Por supuesto, se le da mucho más fácil el enfrentamiento, fue excepcionalmente entrenada para ello. Incluso cuando no le preguntaron si quería hacerlo. No tuvo opción. Sorprendida descubre que, en un juego, es ella quien puede elegir si jugar o no, cuándo, dónde, cómo y con quién.  En un juego, las luchas de poder tienen la posibilidad de dejar de serlo. 

Deberá aprender a saberse poderosa sin tener que luchar por ello.

Se yergue frente al improvisado espejo, necesita transformar su imagen de guerrera a jugadora. ¡Esa es la vestimenta que quiere llevar! 

Cada centímetro de su piel comienza a vibrar en la frecuencia de lo posible. Su libertad, albergada en las opciones. El poder y la potencia, en su libertad.

El contacto con la eternidad está a la distancia de un pensamiento, declarado en la yema de sus dedos. Los mismos dedos que van cambiando de forma; le resulta difícil dejar circular la energía de su destino. El conocimiento adquirido nunca le alcanzó para revertirlo. 

(¿Es que acaso no es la irreversibilidad la principal cualidad del destino?)

Ella olvida, con demasiada frecuencia, que su destino es más grande que ella cuando ella está bajo esta forma tangible de finitud. También olvida, con demasiada frecuencia, que su satisfacción es más grande que la forma que su finitud adopta tangiblemente. 

Se aproxima a la armadura de plomo apoyada en el piso, se arrodilla y mira su rostro reflejado en él. Ya no hay lágrimas en sus mejillas, sino una mueca que quiere convertirse en sonrisa. Su mirada proyecta mil mundos simultáneos, con emociones que desbordan el horizonte. No será fácil salir de este cuarto sin el armazón, así que opta por colocarse el peto para proteger su corazón y el aire que respira, mientras se da el tiempo para la conversión.

Por lo demás, confía en que su piel es suficiente para ir al encuentro. Necesita probar nuevas sensaciones sobre ella, esta nueva versión de ella. La que queda al descubierto por primera vez.  

Eventualmente, a su manera, se quitará el peto. Para jugar libremente.

Para siempre. 

Cyndi Viscellino Huergo 2020©Todos los derechos reservados


Óleo: "Imaginary Friend", by Oleg Zhivetin

martes, 6 de octubre de 2020

Idum-77

I’ve been relatively at ease for quite a long time. I used to believe I had an inspiring life, a not so unresentful seething in my guts and quite a few magnificent deals of my own. I wasn’t an inconsequential essence in the macro-dancing scope of existence. 

Until he arrived. 

He bursted in my days as an improbable occurrence, staring not unsurprisingly at every single inch of myself with incredulous eyes. His gaze was not ambiguous, nor innocent or childish. It was clear for me that he wanted to explore my wavy and ridgy shapes in a gingerly way, Sometimes he contrastingly seemed a whimsical little boy, smiling while touching and taking what he thought might be of his personal interest. 

He never realized I was watching him. Closely.

Having him sneakily toddling up and around, I tried to return to some of my projects without focusing on him. He could be so distracting sometimes! Whenever I got immersed in my things, I recovered the perception of birds flying higher, storms changing the perspective and grass turning purple almost everywhere. Yes, that was me experiencing the joy of my easy-going and self-challenging life.

So, please tell me, how could he equalize such a sensation? 

But...there it was. The unquiet sense that bristled my skin the day he decided to pose his gloved hand smoothly on my not rounded place. That same place I would have liked to show to someone who had dared to appreciate it. He tickled my fertile flatty-surface, making me rattle like a new steam train on a narrow gauge. As he sped up, he was not fearful in advancing and trekking silently and thoughtfully upon my hills and valley. Oh Heavens, he hardly was a thunderbolt but he could leave the same impression of a cheetah in my submissive registers. 

I didn’t venture to make him realize how insignificant -yet not unnoticed- his humanity had become for me by that time. Without any expectations, however, after a while of getting used to having him at my sight, his presence began to make my day brighter (who would say it…?).

He was not unexpendable. I must admit, though, I didn’t avoid sending him all kinds of clear signals so he could awake to the notion I had no intent of removing him from my surface. I wanted him around as long as possible. I became fond of him and his presence. I guess he noticed it as I catched him out feeling less uncomfortable with each incursion to my zones. He was a real risk-taker, undoubtedly. I liked that about  him.

It took me by surprise when he disappeared in the same sudden way he had showed up. I felt the sorrow of getting back to my old life, once perfect, without him in it. I felt the void, the nonsense of not being basked again by him. I felt the fire heating up my organic pucker, the same one he provoked upon arrival. 

Sometimes when I look at my sun, I miss him. Sometimes, when I face the shadows, I mourn him with methane rains. Never before and never again have I had a visitor from the distant Earth. Being Idum-77, a deserted planet in the Begordian system, now means I am inhabited forever.

Cyndi Viscellino Huergo 2020©Todos los derechos reservados


martes, 15 de septiembre de 2020

Reality sucks

"One hundred and sixty-nine", she wakes up counting the days, first thing on her mind before even opening her eyes. Her daily routine since the beginning of this nightmare. 

She gets up and switches on the fully automatic coffee maker. It is bright, trendy, silver-plated with some futuristic matt black lines. Her eyes stare at the device; she remembers buying it the day before the improbable yet feasible outcome in which the world turned around. So many months saving money to get this perfect morning mate! It was undoubtedly the best choice for a companion since Bryce died away from her life. And it was, clearly, a whole lot easier to understand. 

It has only two buttons: the classic "on-off" button and another that has to be used "only for resetting", a little round prominence in the rear with an unreadable inscription; the brochure stating it in a bafflingly warning way. She only used it once the very first day, just to try it, when she connected the electric pot. "There is nothing to reset, anyway", she told herself out loud checking its functionality that very first time.

While looking at the grains being crushed and pulverized, smelling the first drops of intense delicious scent falling off the beak, her mind starts to dazzle. Literally. A bright blue light stains everything all of a sudden, startling her and making her waver. 

 ("WTF...?")

 The light disappears as lively as it showed up.

She remembers having that same sensation one hundred and seventy days ago when going to bed that night. The day after, the inapprehensible waited for her and the rest of the planet outside.

Ever since, her life became a humdrum sequence of boredom. Unable to leave her house due to the deadly atmosphere derived from the gigantic meteor that impacted in the middle of the Pacific Ocean, alone and with no friends or acquaintances nearby, she had to get used to keeping on existing, online: buying, making errands, meeting, working, studying, dating, surviving. Unexpectedly fast, she got used to wearing slippers and sports clothes all day long except when some business meetings are scheduled. By the way, those meetings? They are turning into social gatherings where everybody brings up their nervousness, undue personal problems, and apocalyptic terrors on the table without taking care of what she or somebody else may need. Or want. Or wish. 

She still supposes that this catastrophic event would change people, but only a few began to behave more empathetically. Almost six months passed by and mankind still thinks everything is going to get back to normal, whatever that means. 

As for her, she has a terrible rash from time to time in the middle of her chest. She thinks it is due to the meteoritic dust, spread in every corner of every place on earth. Or it may be because of Bryce and his cowardly manner of leaving behind her humanity, not even asking if she was still alive. Days and nights have no other meaning than pursuing an endless loop of nonsense, awaiting for a strange newness to shake her existence in some way. In any way.

The last drop of aromatic coffee sinks in her cup and takes her out of the trance. The coffee machine spits some other unexpected little drops but they are weirdly light blue, not black. A minute later, it makes the distinguishable sound of fulfilling its duty. 

She unfolds her arm, takes the cupful, and smells the hot steamy infusion. Something is not right. She gingerly wets her lips and, while sipping an unflavored coffee, she thinks: "Well, maybe it's time to use that little button at the back, for real." 

She turns the device, touches the surface at the bottom to detect the tiny protuberance. "Was it so hard for the manufacturer to put a clear and legible sign here to show where the button is?", she moans to herself. "Oh, what the hell, I can't find it!" She keeps on caressing the coffee machine with the same attention she used to toy with Bryce. "Finally! Here you are, little bastard". 

Smoothly, she pushes the button. A bold sound thunders the air but...nothing else happens.

One hundred and sixty-nine days. Boring, chaotic, uncertain everyday life. Resigned, she throws away the liquid of her cup in the sink, prepares the machine for a new round and takes a magnifying glass to read the condemned miniaturized letters at the back of the coffee pot.

 They consigned in italics: "Reset only if reality sucks."

 (What the heck...!?)

Cyndi Viscellino Huergo 2020©Todos los derechos reservados



domingo, 23 de agosto de 2020

El hombre de la sonrisa perpetua (II)

Apoltronado en el sillón, cierra los ojos. El confinamiento obligatorio lo encuentra solo en su casa de ladrillos. La gabardina parece haber alcanzado una especie de hábitat perpetuo en el perchero de madera. El reloj de bolsillo, siempre brillante, lo acompaña en su cintura marcando los eternos minutos de la larga espera por salir de esta prisión que lo alberga sin delito cometido. Son las 22.33 hs.

Se reclina, cierra sus ojos con forma de almendra y se dispone a disfrutar de la música que, tenue, suena en su viejo equipo de música. La Sonata Claro de Luna de Debussy lo contacta, sin prevención, con una silueta fantasmagórica que se perfila mágica. 

Es ella. 

Aquel cruce en la estación de tren, hace más de un año y medio, está tatuado a fuego en un fragmento de su mente. En esta soledad impuesta quisiera poder volver a aquel andén, deseando encontrarla.


Ella se sirve una hirviente taza de té, cuidadosamente reposado. El aroma a rosas en él la transportan a los momentos en los que las manos de su madre le acariciaban el rostro con la delicadeza del amor real. Se acomoda en su sillón, el de brazos altos y mullidos, al lado de la mesita de madera refinada. Apoya la taza y se dispone a retomar su lectura. 

No logra concentrarse. De la nada y sin un disparador aparente, se impone en su frente el recuerdo de aquel instante en el andén, hace casi veintidós meses, en el que lo vio con su sonrisa invitante. Nunca más volvió a encontrarlo en ninguna de las sucesivas noches en las que tomaba el tren para regresar a un lugar al que ya no necesitaba ir.

(¿Cómo sortear la brecha del destino?) 

El piano que interpreta a Debussy va in crescendo colmando sus sentidos y tocando en su corazón un bramante desconocido que le estruja el pecho. En su aparición como quien asoma de otro mundo, ella se encuentra de pie frente a él. Su silueta de belleza simple y profunda lo envuelve. Su mirada, seria y fija, lo interpela. Sus latidos -los de él- se aceleran a un ritmo de inquietud expectante y anticipación anhelada.

Ella aleja su mirada de las letras ya borrosas de su libro. Cierra los ojos y la nitidez del recuerdo se agudiza. Aparece la gabardina de ocho botones, abierta; también el reloj, cuyos destellos se imponen como la luz que a ella le estaba faltando. Su silueta longilínea contra la noche sin luna y su mirada dándole la recepción a ese instante se suman a la imagen. Y su sonrisa. Esa sonrisa poderosa que saltó la brecha infranqueable para que, nuevamente y ahora, se redibuje en sus labios -los de ella-. 

En una incomprensible traslación, se encuentra repentinamente parada frente a él, a pocos pasos de un sillón donde lo imagina apoltronado, escuchando música suave. Mira cómo está recostado con sus ojos cerrados, su mirada en otro lugar, fuera de ella -o eso cree-. Se aproxima, etérea, deslizándose a centímetros del piso de madera de roble. Con un movimiento sutil, acerca su mano a él y roza su sonrisa, en una caricia llena de propensión. Su cuerpo -el de ella- vibra en un espasmo de tangibilidad que la aturde.

Lo está sintiendo.

La está sintiendo.

Él abre los ojos repentinamente, mientras su sonrisa connota alegría, recibimiento, llamada y plegaria. En un destello de tiempo, ella, atónita y maravillada, admite esa sonrisa cándida y pícara formada de enigmas y pensamientos, historias y predestinación. Se refleja en ella, asiéndose a la esperanza de cumplir con el sino de este segundo encuentro imposible.

Se miran profundamente. Se sonríen, con la complicidad de quienes no demandan respuestas a preguntas impracticables. Se hablan, sin emitir sonido. Se encuentran.

Ella se inclina sobre él, cierra los ojos y besa su sonrisa, punto de contacto de colisión con lo increíble. 

El Claro de Luna emite su acorde final en el mismo momento en el que él siente la tersura de los labios de su visión sellando el ambicionado encuentro imaginado. En el silencio entre melodías, vuelve a encontrarse solo, su reloj hablando en un tic-tac inapelable. Mira la hora. 

Son las 22:38 hs.

Nuevos cinco minutos de hermosa eternidad. 

Esboza su enésima sonrisa. Ya sabe dónde regresar a encontrarla.

Cyndi Viscellino Huergo 2020©Todos los derechos reservados


martes, 11 de agosto de 2020

Tacere - Silentium est thesaurus occultus o cómo S.H. entró al mundo

S.H. descubrió que era taciturna. 

S.H. también decidió autodenominarse así, como un caso clínico psicoanalítico, no porque se considerara uno (aunque podría) sino porque dar a conocer la correspondencia de sus iniciales con un nombre y apellido generaría más incógnitas que revelaciones. Y después de todo, no venía al caso. 

S.H. era seductora. Profundamente. Pero no blandía el tipo de seducción que suele pensarse al nombrar el término. No era de ese tipo de mujer que entra en una sala e hipnotiza a todos. No. S.H. era poseedora de un tipo de seducción sutil, casi imperceptible, disfrazada de otras cosas, que se filtraba lentamente por hendijas desconocidas. Para cuando las personas se encontraban presas de su hechizo había pasado un tiempo considerable. No hablo de minutos u horas, a veces se necesitaban días o meses para dar cuenta de cuán atrapados en sus redes estaban. Para ese momento, la evidencia de este hecho generaba una sensación de sorpresa, susto y mayor atracción. La conmoción respondía, principalmente, a no saber en qué momento habían empezado a caer en ese embrujo profundo, absorbente, imprescindible.

Algunas pocas personas, sin embargo, percibían de inmediato aquello que subyacía y S.H. reconocía en en ellas dos tipos de reacciones; algunas huían como si hubiesen visto al demonio en persona, amedrentados, creyendo (diciendo) no poder con lo que veían mientras otras, más valientes, decidían enredarse en un cierto juego de poder desafiando la potestad intrínseca de S.H. En estos retos, ella tenía claro que nadie salía ganando pero a veces participaba igual, para sentir que estaba viva y no sobreviviendo. Existir se hacía difícil cuando las únicas dos alternativas eran rechazarla o desafiarla, parámetros que indicaban que las otras personas estaban más enfocadas en sus propios intereses que en ella. 

S.H. reconocía en sí misma otras cualidades que no estaban tan bien vistas en aquel entonces. Era una mujer independiente, de sexualidad fuerte e intensa ejercida con disfrute, placer, deseo, ganas de aprender y experimentar cada vez que su compañero de turno (aquel que había elegido la opción de desafiarla, claro) se atrevía a mostrar lo necesario para ser confiable. Firme en sus convicciones, exigente del mismo grado de respeto e independencia que ejercía y valoraba, S.H. era altamente sensible e intuitiva, directa, intrépida, precisa y contundente. Mujer de pocas pero elocuentes palabras, también era capaz de mostrarse fría y calculadora, pudiendo dejar a más de uno de una pieza cuando, sin prefacios ni avisos, transformaba su sensual interés en la más absoluta indiferencia. Rotunda, podía girar sobre sus talones y mandarse a mudar del modo más sigiloso e inadvertido. Aquel que había iniciado la competencia se hallaba de pronto solo, buscando por todos lados qué había sido de su seductora rival de juego. Su candor estaba más cerca de la sinceridad que de la inocencia, sin dudas. 

La mirada de S.H. podía ver amplio y lejos, aún cuando pareciera no estar prestando atención. Pocas veces se le escapaban las cosas, incluso cuando deseaba que así hubiese sido. Era una cazadora avezada y furtiva. Ella podía descubrir secretos inconfesos simplemente con mirar fijo a los ojos, o incluso cerrándolos. Recordaba los momentos en los que apretaba fuerte los párpados solamente para que aparecieran las imágenes de lo oculto en la oscuridad de su no-visión. 

Como una ninfa que se transforma en gorgona, S.H. sufría el castigo de ser fascinada por lo inasible. Ya fuera un hombre o una gesta, la elegía la alcanzaba cuando tanto uno como la otra se mostraban seducidos por los motivos incorrectos. Pero ella no se daba por vencida. Incluso saboreaba los imposibles. 

S.H. descubrió que no dimensionaba apropiadamente el impacto que ella causaba a otros. Cuando lo hacía, un dolor en el pecho le indicaba que no era tan amable como creía. O, mejor dicho, que sí lo era, pero que el costo a pagar por su desaparición o su insistencia era muy alto no sólo para ella. Creía tener todos los ases bajo la manga, hasta que alguien hacía poker de ases o la denunciaba como tramposa, señalando su muñeca.

S.H. aprendió a camuflarse, a disimular sus cualidades, a pasar inadvertida. Aprendió a disfrazarse de mujer no-rival, no femme-fatal, garantizada. Aprendió que le iría mejor si no iba por allí denunciando lo que veía con su simple presencia exultante de convicciones y libertades avant garde. Ella cedió, demasiado pronto, al estigma de lo instalado, a la estructura del aburrimiento y la chatura, a la mediocridad de su sociedad plagada de secretos, hipocresías, farsas y mojigaterías. Dejó de ser la mujer que era, pero sólo por fuera. Ahora, como nunca antes, debía confiar en cruzarse con aquellos que percibían lo tenuamente escondido y que optaran por desafiarla. Convenía encontrarse con un excavador de tesoros, un aventurero osado que anhelase encontrar lo inexpugnable.

De repente, S.H. se dio cuenta que sus siglas eran la onomatopeya de una orden: la de hacer silencio. Fiel al peso de lo heredado, comenzó a transformarse en la mujer que acata la orden, irónicamente, sin chistar.

S.H. se miró en el espejo. En el fondo de su mirada, invulnerada, le devolvió la mirada una mujer profundamente seductora. Le guiñó el ojo y, con media sonrisa, le susurró al oído: "Rompamos las cadenas". Con miedo, S.H. eligió desafiarla.

S.H. descubrió que era taciturna, que sus iniciales eran la onomatopeya del silencio y que el silencio guardaba su oculto tesoro.

Y supuso que Freud, a esta altura, estaba haciéndose un festín. 

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados

Imagen: "Las lágrimas de Freya", de Gustav Klimt.