martes, 25 de junio de 2019

A quien le quepa el sayo

Te intuyo, exhausto, en la silla de caoba. La misma silla que nos cobijó al unirnos de manera profusa, inquieta, torpe y volátil. Tus ojos están entrecerrados, llevándote a un mundo inútil de vestigios egocéntricos. La película que pasa ante ellos es la más absurda de las comedias trágicas.

Estás perturbadoramente presente en las napas salinas de mi mente. No logro entender tu encanto. La simplicidad no es tu característica prístina y tu complejidad es una cáscara quebradiza de hipocresía. Vestirte como un hombre común no disfraza tu contorno bizarro, plagado de mentiras facetadas. Brillan tanto -tus mentiras- que el destello enceguece de aversión hasta al taimado más hábil.

Ser un títere en tu propia historia no te convierte en el protagonista. Ni en un personaje secundario. Ni siquiera las manos que mueven los hilos guardan armonía o proporción con el argumento chiquito y trivial de tu historia inmóvil. Pasar inadvertido como un helecho en un vivero es tu rara cualidad. Se vuelve más rara cuando, al hablar, decís que sos el rey de las plantas.

Qué espontáneamente arbitraria es tu postura inflexible, tu autoridad de juguete, tu presencia digitada por el fango pestilente de tu recorrido hacia la nada. Mostrarte común, corriente, ordinario no disminuye el color opaco de tus vetas. Tan corriente sos que nada de vos resalta ni siquiera por sustracción. Ni siquiera sos ausencia.

La madeja anaranjada de tu gato rueda cerca de la silla de caoba, una nota sorpresiva de color y vitalidad a la escena monótona de tu existencia.

Y pensar que vos también estás acá con un fin...

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados

viernes, 10 de mayo de 2019

La magia del espanto

Poder contar con la magia del espanto. No todos saben manejarla, requiere de un gran entrenamiento en artes blancas. Muchos la admiran por sus dotes sabias aprendidas de modos inexplicables. Es tan natural la forma de ejercerlas que no parece darse cuenta de la magnitud de su alcance. Su mente, afecta a acertijos descomunales e impalpables, la distrae de la verdad. Construir castillos en el aire parece ser su maestría arquitectónica sólo dezlenable ante los tornados de realidad que arrasan con esos muros de fantasía. Aún así, mientras camina por las calles de la ciudad, absorta en sus laberínticos e invisibles trazos, intuye lo que se aproxima.

El frío es palpable desde el centro.


Nada de lo que la habita tiene lógica o sentido. Perecer en un contoneo interminable de luz polarizada es conocido por ella pero, no por eso, logra habituarse. ¿Cómo acostumbrarse a desaparecer, a vivir en las sombras, a ocultarse para que lo deseado no la alcance? A veces descree de su suerte; juega a ser otra persona, igual a ella, pero en versión común. Brillar es peligroso, o la matan o muere por si misma.

Decide no andar el camino seleccionado. Aunque no sabe hacia dónde la lleva, la invade una sensación de aburrimiento ante lo pensable, ante lo posible. En la misma línea ilógica supone (¿sabe?) que esa no es la clave de su misión. Se detiene abruptamente y mira al frente hacia un punto inexistente.

Repasa mentalmente el equipo con el que cuenta. Se toca los brazos, casi como queriendo comprobar que efectivamente está allí. Teme haberse olvidado en alguna parte. Pero no. Está allí, puede decir que entera. Sí, cree que la palabra "entera" la describe hoy aunque no está segura de cuánto durará ese efecto. Calcula rápidamente el siguiente movimiento. Dar ese paso es fundacional. Esta vez siente que la energía necesaria está presente.

El frío es palpable desde el centro.

En un salto atrás al aprendizaje escolar, una voz chillona dice: "Las cosas no se enfrían. Se calientan. El calor es el manifestación del movimiento y la transformación. El calor es la emanación producto de una reacción. En cambio el frío es, por naturaleza. Ya está ahí. Nada es lo que parece".

Nada es lo que parece...
Nada es lo que perece.

Se sienta a la mesa de un bar y pide una cerveza. Fría, como lo que es. No como lo que se emana. Fija sus ojos en la transpiración del vaso que da cuenta, con sus gotas de sudor, del movimiento, de la transformación. Cada átomo está vibrando sin parar.

Ella, en cambio, se siente inmóvil. Sabe que tiene que dar aquel paso fundacional.

Muchos la admiran por sus dotes sabias, pocos saben que esas dotes pueden ser una maldición. Saber no es lo mismo que hacer. Ni que poder hacer. Ni que poder. Incluso cuando sabe que hace. Y que puede.

La cerveza fría bajando por su garganta va despertando sus sentidos haciéndola vibrar, llegando al centro de su cuerpo.

El frío es palpable desde el centro.

Vuelve a contactar con su inmovilidad. Allí no hay calor. Allí no hay movimiento. Allí no hay transformación.

Blanca, como las artes que domina, se envuelve en la certeza de la no transformación. Brillante, desaparece en su magnífica obra arquitectónica antes de que la arrase el siguiente tornado. Por un instante, siente que está a un paso de lograr su misión.

Nadie conoce lo que significa poder contar con la magia del espanto...

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados
Pintura: Monika Luniak, "Fresh Morning Air"

domingo, 3 de febrero de 2019

Cinco ciruelas

Está cayendo la noche, aún no desarmo mi pequeño bolso con las pocas pertenencias que logré rescatar en el apuro y los pensamientos sobre cómo y dónde comenzar a instalarme no están decididos a ordenarse.

Me echo sobre el sillón de cuero de dos cuerpos que se queja con crujidos de material nuevo frente a mis impertinentes ganas de descansar. El vuelo de British Airways desde Madrid me trajo a Tokyo en diecisiete horas con treinta y cinco minutos, sin contar las cuatro horas con seis minutos desde la estación de Murcia del Carmen hasta Atocha y los veintitrés minutos de demora en Migraciones que casi aniquilan mi esperanza de salvación.

Me doy cuenta de que llevo más de veinticuatro horas huyendo sin detenerme. Después de siete años y tres meses viviendo en el pabellón Espinardo de la Universidad de Murcia logrando la estabilidad anhelada (otra vez), Tokyo me recibe con el frenesí de una ciudad completamente distinta a lo conocido.

Al llegar a la puerta del alojamiento temporario, inspiro profundo. El perfume de los ciruelos en flor de febrero tiñen de rosa brillante y paz mi interior. Cierro los ojos y evoco otros aromas. Mis paseos por La Huerta murciana plagada de aquellos ciruelos, los europeos, los de tonalidad bordó sangre, aparecen en mi mente con el detalle preciso y precioso de haberse almacenado sin saber que se convertirían en señal imborrable del espanto.

Extraña ironía; no se me ocurre una mejor manera que la ofrecida por la sensual fragancia oriental de los ciruelos para lavar los recuerdos, también aromáticos pero sangrientos, del último día y medio.

Parece mentira que hace apenas veintiocho horas con cincuenta y tres minutos, ambos estábamos besándonos tierna y apasionadamente en el Puente de Los Peligros sobre el Río Segura. A esta altura, ambos nombres se me antojan una sarcástica declaración de advertencia y burla que no supe ver.

Luego de cinco años y cincuenta y cinco días de relación, él me conoce tan bien que empieza a anticiparse a mis movidas. No sé cómo lo logra, nadie antes había podido. No es sencillo manejar la alteración del tiempo como yo lo hago después de una vida de entrenamiento. Me seduce y me inquieta que tenga la rara habilidad de poder detectar con exactitud mis propias percepciones; hace de él un hombre aún más único y deseado. Peligroso.

Con esa minuciosidad me regala las flores que más me gustan, pide mi café favorito según la estación del año, me sorprende con el barroco anillo borgiano con el bello granate que tanto aprecio, prepara la comida que añoro en determinados momentos, realiza los movimientos ideales en la intimidad que bajan mi guardia. Entonces, aquel día me pregunto "¿estará al tanto de mis secretos mejor guardados con el mismo lujo de detalle?" No me importa que sepa los secretos ajenos que guardo, ni siquiera me molesta que sepa los propios. Aunque...

De repente, me estremezco. Necesito urgentemente adelantarme a este movimiento sin que él lo prevea porque, si lo hace, estoy acabada. Necesito que él crea que este estremecimiento es por sus caricias y no por el terrible recuerdo que acaba de aparecer en mi mente.

Ingreso en su dimensión sin tiempo, buscando alguna señal que muestre si está vigilándome. Aparentemente, él también ha bajado su guardia porque no parece dar cuenta de mi infiltración. Escaneo sus procesos, miro las imágenes que se suceden ininterrumpidamente en su campo de percepción. Súbitamente, al fondo de sus fantasías, borrosa y mezclada entre otros tantos pensamientos, aparece la imagen temida: allí estoy yo, a punto de cometer el primer acto de cuatro que nadie, ni él, puede ni debe saber.

Veo cómo se acelera el ritmo de su corazón y no es por nuestro encuentro amoroso. Está a punto de saber la verdad. ¿Por qué no podía, simplemente, conformarse con seguir siendo todo lo común que siempre había mostrado ser? Al fin de cuentas, sólo por eso lo había elegido.

Doy vuelta mi valioso anillo con la piedra granate, "del color del ciruelo que tanto te gusta", me dijo. Una pequeña saliente que comunica el compartimento oculto con el exterior roza su espalda y, como yo, el curare besa su piel. Sus músculos se tensan y paralizan. Sus ojos se abren sorprendidos, estupefactos mientras su mente ve con claridad lo que significa aquella escena de mí que estaba antes de fondo. Veo cómo su corazón se detiene de golpe.

"Lo siento. De verdad lo siento", alcanzo a decirle antes de que caiga cuatro segundos después, sin vida, al suelo.

Veintiocho horas y cincuenta y tres minutos después heme aquí, exhausta, sobre un sillón de cuero mientras intento que mis ideas se ordenen.

Me incorporo, abro el bolso y saco una bolsita con frutas frescas que compré en el aeropuerto al llegar. Entre varios frutos, hay cinco ciruelas japonesas. Me las llevo a la boca, saboreándolas, una a una; una por cada acto inconfesable que he cometido, incluyendo su homicidio, mientras pienso que el país del Sol Naciente es un gran lugar como metáfora para reiniciar mi vida.

Por sexta vez.

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados

sábado, 19 de enero de 2019

Charles

Cree estar recorriendo las calles con un andar cansino, esperando que el golpe de las baldosas bajo sus pies sincronicen en un diálogo imposible con sus silencios. Busca respuestas a preguntas no formuladas y la frustración lo abrasa. Sólo él detecta en su sudor la temperatura intolerable.

Un sexosapiente, un pseudoerudito, un cuasi-académico, un más o menos todo y prácticamente nada. Desde que sus palabras se llamaron a la inactividad intuye que su universo está a punto de colapsar. Escucha, perplejo y sin entender los sonidos, el gorjeo de los testigos que claman soluciones inasequibles. ¡Qué saben ellos! ¿Es que acaso no se dan cuenta de la evidente manipulación a la que este silencio lo somete?

Eleva la mirada. El cielo está cargado, como sus fantasías. Nadie parece percatarse de su infierno personal. La soledad lo condena a un camino árido que las plantas de sus pies padecen hasta sangrar, intuyendo que la sincronización es inútil. La ira se agolpa en su garganta esperando poder salir, pero las palabras no están allí para escupirla y es el cuerpo, trémulo, espástico, quien grita hasta el paroxismo. El deseo, el sudor, la desesperación no cejan. ¿Hasta cuándo?

Las lágrimas comienzan a rodar por sus mejillas hirvientes evaporándose ante el primer contacto con su piel. Incluso detecta la nube que se forma sobre su cabeza. En el choque con el aire frío, llueven sobre él sus propias emociones.

Se retuerce en su avance, con la dificultad que le implica el respirar.

Las convulsiones silentes no cesan. Inesperadamente, una leve carraspera le anuncia el regreso de sus pensamientos, difusos al principio, perturbadores después. El primero de ellos aparece límpido, protagónico, para hacerse escuchar con ostentación: ¨Mantente cerca de los que te han notado cuando eras invisible.¨ *



¨No apeles a la impertinencia otra vez¨, se recuerda responderle fingidamente desapasionado, cerrando la puerta (y las posibilidades) tras de sí.

Está al borde del abismo. No importa ahora cuánto él haya logrado a lo largo de su vida ni cuán importantes hayan sido sus creaciones. En esta instancia, con el cuerpo sudoroso, cansado de tanto andar y la odisea de sus caminos plagada de extravagancias, mira sus manos sin llegar a captar cabalmente la naturaleza del hombre en el que se ha estado convirtiendo.

Siente la brisa húmeda en su rostro. La humedad huele distinto al aire libre, le da un toque de vivacidad a lo precario. Se siente aturdido y lúcido al mismo tiempo mientras atisba ciertas imágenes mentales de su estadía en el claustrofóbico encierro de silencio.

Da la vuelta y se gira de cara a la señal. Empiezan a mostrarse con nitidez ciertas letras, sílabas, palabras enteras. Desde su privilegiado punto de visión, el cartel semeja una aparición reveladora de un gran secreto. Pero él conoce bien las reales dimensiones de esa prisión de lujo; después de todo, es el punto de origen de su hazaña.

Hazaña: palabra grandilocuente para describir su contingencia. Sonríe. Sin dudas, está recuperando su pseudoerudición.

Gira levemente sobre sus talones y en un murmullo apenas audible saluda al vigilador de turno. Frente a él, el enorme y largo cartel le indica, una vez más, que la rutina lo espera en el cuarto piso.

Mirándose profundamente a los ojos reflejados en el espejo del elevador, se dice: ¨No es mi día. Ni mi semana, ni mi mes, ni mi año. Ni mi vida. ¡Maldita sea!¨ *

* Frases de Charles Bukowski.

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados