domingo, 23 de agosto de 2020

El hombre de la sonrisa perpetua (II)

Apoltronado en el sillón, cierra los ojos. El confinamiento obligatorio lo encuentra solo en su casa de ladrillos. La gabardina parece haber alcanzado una especie de hábitat perpetuo en el perchero de madera. El reloj de bolsillo, siempre brillante, lo acompaña en su cintura marcando los eternos minutos de la larga espera por salir de esta prisión que lo alberga sin delito cometido. Son las 22.33 hs.

Se reclina, cierra sus ojos con forma de almendra y se dispone a disfrutar de la música que, tenue, suena en su viejo equipo de música. La Sonata Claro de Luna de Debussy lo contacta, sin prevención, con una silueta fantasmagórica que se perfila mágica. 

Es ella. 

Aquel cruce en la estación de tren, hace más de un año y medio, está tatuado a fuego en un fragmento de su mente. En esta soledad impuesta quisiera poder volver a aquel andén, deseando encontrarla.


Ella se sirve una hirviente taza de té, cuidadosamente reposado. El aroma a rosas en él la transportan a los momentos en los que las manos de su madre le acariciaban el rostro con la delicadeza del amor real. Se acomoda en su sillón, el de brazos altos y mullidos, al lado de la mesita de madera refinada. Apoya la taza y se dispone a retomar su lectura. 

No logra concentrarse. De la nada y sin un disparador aparente, se impone en su frente el recuerdo de aquel instante en el andén, hace casi veintidós meses, en el que lo vio con su sonrisa invitante. Nunca más volvió a encontrarlo en ninguna de las sucesivas noches en las que tomaba el tren para regresar a un lugar al que ya no necesitaba ir.

(¿Cómo sortear la brecha del destino?) 

El piano que interpreta a Debussy va in crescendo colmando sus sentidos y tocando en su corazón un bramante desconocido que le estruja el pecho. En su aparición como quien asoma de otro mundo, ella se encuentra de pie frente a él. Su silueta de belleza simple y profunda lo envuelve. Su mirada, seria y fija, lo interpela. Sus latidos -los de él- se aceleran a un ritmo de inquietud expectante y anticipación anhelada.

Ella aleja su mirada de las letras ya borrosas de su libro. Cierra los ojos y la nitidez del recuerdo se agudiza. Aparece la gabardina de ocho botones, abierta; también el reloj, cuyos destellos se imponen como la luz que a ella le estaba faltando. Su silueta longilínea contra la noche sin luna y su mirada dándole la recepción a ese instante se suman a la imagen. Y su sonrisa. Esa sonrisa poderosa que saltó la brecha infranqueable para que, nuevamente y ahora, se redibuje en sus labios -los de ella-. 

En una incomprensible traslación, se encuentra repentinamente parada frente a él, a pocos pasos de un sillón donde lo imagina apoltronado, escuchando música suave. Mira cómo está recostado con sus ojos cerrados, su mirada en otro lugar, fuera de ella -o eso cree-. Se aproxima, etérea, deslizándose a centímetros del piso de madera de roble. Con un movimiento sutil, acerca su mano a él y roza su sonrisa, en una caricia llena de propensión. Su cuerpo -el de ella- vibra en un espasmo de tangibilidad que la aturde.

Lo está sintiendo.

La está sintiendo.

Él abre los ojos repentinamente, mientras su sonrisa connota alegría, recibimiento, llamada y plegaria. En un destello de tiempo, ella, atónita y maravillada, admite esa sonrisa cándida y pícara formada de enigmas y pensamientos, historias y predestinación. Se refleja en ella, asiéndose a la esperanza de cumplir con el sino de este segundo encuentro imposible.

Se miran profundamente. Se sonríen, con la complicidad de quienes no demandan respuestas a preguntas impracticables. Se hablan, sin emitir sonido. Se encuentran.

Ella se inclina sobre él, cierra los ojos y besa su sonrisa, punto de contacto de colisión con lo increíble. 

El Claro de Luna emite su acorde final en el mismo momento en el que él siente la tersura de los labios de su visión sellando el ambicionado encuentro imaginado. En el silencio entre melodías, vuelve a encontrarse solo, su reloj hablando en un tic-tac inapelable. Mira la hora. 

Son las 22:38 hs.

Nuevos cinco minutos de hermosa eternidad. 

Esboza su enésima sonrisa. Ya sabe dónde regresar a encontrarla.

Cyndi Viscellino Huergo 2020©Todos los derechos reservados


martes, 11 de agosto de 2020

Tacere - Silentium est thesaurus occultus o cómo S.H. entró al mundo

S.H. descubrió que era taciturna. 

S.H. también decidió autodenominarse así, como un caso clínico psicoanalítico, no porque se considerara uno (aunque podría) sino porque dar a conocer la correspondencia de sus iniciales con un nombre y apellido generaría más incógnitas que revelaciones. Y después de todo, no venía al caso. 

S.H. era seductora. Profundamente. Pero no blandía el tipo de seducción que suele pensarse al nombrar el término. No era de ese tipo de mujer que entra en una sala e hipnotiza a todos. No. S.H. era poseedora de un tipo de seducción sutil, casi imperceptible, disfrazada de otras cosas, que se filtraba lentamente por hendijas desconocidas. Para cuando las personas se encontraban presas de su hechizo había pasado un tiempo considerable. No hablo de minutos u horas, a veces se necesitaban días o meses para dar cuenta de cuán atrapados en sus redes estaban. Para ese momento, la evidencia de este hecho generaba una sensación de sorpresa, susto y mayor atracción. La conmoción respondía, principalmente, a no saber en qué momento habían empezado a caer en ese embrujo profundo, absorbente, imprescindible.

Algunas pocas personas, sin embargo, percibían de inmediato aquello que subyacía y S.H. reconocía en en ellas dos tipos de reacciones; algunas huían como si hubiesen visto al demonio en persona, amedrentados, creyendo (diciendo) no poder con lo que veían mientras otras, más valientes, decidían enredarse en un cierto juego de poder desafiando la potestad intrínseca de S.H. En estos retos, ella tenía claro que nadie salía ganando pero a veces participaba igual, para sentir que estaba viva y no sobreviviendo. Existir se hacía difícil cuando las únicas dos alternativas eran rechazarla o desafiarla, parámetros que indicaban que las otras personas estaban más enfocadas en sus propios intereses que en ella. 

S.H. reconocía en sí misma otras cualidades que no estaban tan bien vistas en aquel entonces. Era una mujer independiente, de sexualidad fuerte e intensa ejercida con disfrute, placer, deseo, ganas de aprender y experimentar cada vez que su compañero de turno (aquel que había elegido la opción de desafiarla, claro) se atrevía a mostrar lo necesario para ser confiable. Firme en sus convicciones, exigente del mismo grado de respeto e independencia que ejercía y valoraba, S.H. era altamente sensible e intuitiva, directa, intrépida, precisa y contundente. Mujer de pocas pero elocuentes palabras, también era capaz de mostrarse fría y calculadora, pudiendo dejar a más de uno de una pieza cuando, sin prefacios ni avisos, transformaba su sensual interés en la más absoluta indiferencia. Rotunda, podía girar sobre sus talones y mandarse a mudar del modo más sigiloso e inadvertido. Aquel que había iniciado la competencia se hallaba de pronto solo, buscando por todos lados qué había sido de su seductora rival de juego. Su candor estaba más cerca de la sinceridad que de la inocencia, sin dudas. 

La mirada de S.H. podía ver amplio y lejos, aún cuando pareciera no estar prestando atención. Pocas veces se le escapaban las cosas, incluso cuando deseaba que así hubiese sido. Era una cazadora avezada y furtiva. Ella podía descubrir secretos inconfesos simplemente con mirar fijo a los ojos, o incluso cerrándolos. Recordaba los momentos en los que apretaba fuerte los párpados solamente para que aparecieran las imágenes de lo oculto en la oscuridad de su no-visión. 

Como una ninfa que se transforma en gorgona, S.H. sufría el castigo de ser fascinada por lo inasible. Ya fuera un hombre o una gesta, la elegía la alcanzaba cuando tanto uno como la otra se mostraban seducidos por los motivos incorrectos. Pero ella no se daba por vencida. Incluso saboreaba los imposibles. 

S.H. descubrió que no dimensionaba apropiadamente el impacto que ella causaba a otros. Cuando lo hacía, un dolor en el pecho le indicaba que no era tan amable como creía. O, mejor dicho, que sí lo era, pero que el costo a pagar por su desaparición o su insistencia era muy alto no sólo para ella. Creía tener todos los ases bajo la manga, hasta que alguien hacía poker de ases o la denunciaba como tramposa, señalando su muñeca.

S.H. aprendió a camuflarse, a disimular sus cualidades, a pasar inadvertida. Aprendió a disfrazarse de mujer no-rival, no femme-fatal, garantizada. Aprendió que le iría mejor si no iba por allí denunciando lo que veía con su simple presencia exultante de convicciones y libertades avant garde. Ella cedió, demasiado pronto, al estigma de lo instalado, a la estructura del aburrimiento y la chatura, a la mediocridad de su sociedad plagada de secretos, hipocresías, farsas y mojigaterías. Dejó de ser la mujer que era, pero sólo por fuera. Ahora, como nunca antes, debía confiar en cruzarse con aquellos que percibían lo tenuamente escondido y que optaran por desafiarla. Convenía encontrarse con un excavador de tesoros, un aventurero osado que anhelase encontrar lo inexpugnable.

De repente, S.H. se dio cuenta que sus siglas eran la onomatopeya de una orden: la de hacer silencio. Fiel al peso de lo heredado, comenzó a transformarse en la mujer que acata la orden, irónicamente, sin chistar.

S.H. se miró en el espejo. En el fondo de su mirada, invulnerada, le devolvió la mirada una mujer profundamente seductora. Le guiñó el ojo y, con media sonrisa, le susurró al oído: "Rompamos las cadenas". Con miedo, S.H. eligió desafiarla.

S.H. descubrió que era taciturna, que sus iniciales eran la onomatopeya del silencio y que el silencio guardaba su oculto tesoro.

Y supuso que Freud, a esta altura, estaba haciéndose un festín. 

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados

Imagen: "Las lágrimas de Freya", de Gustav Klimt.