martes, 11 de agosto de 2020

Tacere - Silentium est thesaurus occultus o cómo S.H. entró al mundo

S.H. descubrió que era taciturna. 

S.H. también decidió autodenominarse así, como un caso clínico psicoanalítico, no porque se considerara uno (aunque podría) sino porque dar a conocer la correspondencia de sus iniciales con un nombre y apellido generaría más incógnitas que revelaciones. Y después de todo, no venía al caso. 

S.H. era seductora. Profundamente. Pero no blandía el tipo de seducción que suele pensarse al nombrar el término. No era de ese tipo de mujer que entra en una sala e hipnotiza a todos. No. S.H. era poseedora de un tipo de seducción sutil, casi imperceptible, disfrazada de otras cosas, que se filtraba lentamente por hendijas desconocidas. Para cuando las personas se encontraban presas de su hechizo había pasado un tiempo considerable. No hablo de minutos u horas, a veces se necesitaban días o meses para dar cuenta de cuán atrapados en sus redes estaban. Para ese momento, la evidencia de este hecho generaba una sensación de sorpresa, susto y mayor atracción. La conmoción respondía, principalmente, a no saber en qué momento habían empezado a caer en ese embrujo profundo, absorbente, imprescindible.

Algunas pocas personas, sin embargo, percibían de inmediato aquello que subyacía y S.H. reconocía en en ellas dos tipos de reacciones; algunas huían como si hubiesen visto al demonio en persona, amedrentados, creyendo (diciendo) no poder con lo que veían mientras otras, más valientes, decidían enredarse en un cierto juego de poder desafiando la potestad intrínseca de S.H. En estos retos, ella tenía claro que nadie salía ganando pero a veces participaba igual, para sentir que estaba viva y no sobreviviendo. Existir se hacía difícil cuando las únicas dos alternativas eran rechazarla o desafiarla, parámetros que indicaban que las otras personas estaban más enfocadas en sus propios intereses que en ella. 

S.H. reconocía en sí misma otras cualidades que no estaban tan bien vistas en aquel entonces. Era una mujer independiente, de sexualidad fuerte e intensa ejercida con disfrute, placer, deseo, ganas de aprender y experimentar cada vez que su compañero de turno (aquel que había elegido la opción de desafiarla, claro) se atrevía a mostrar lo necesario para ser confiable. Firme en sus convicciones, exigente del mismo grado de respeto e independencia que ejercía y valoraba, S.H. era altamente sensible e intuitiva, directa, intrépida, precisa y contundente. Mujer de pocas pero elocuentes palabras, también era capaz de mostrarse fría y calculadora, pudiendo dejar a más de uno de una pieza cuando, sin prefacios ni avisos, transformaba su sensual interés en la más absoluta indiferencia. Rotunda, podía girar sobre sus talones y mandarse a mudar del modo más sigiloso e inadvertido. Aquel que había iniciado la competencia se hallaba de pronto solo, buscando por todos lados qué había sido de su seductora rival de juego. Su candor estaba más cerca de la sinceridad que de la inocencia, sin dudas. 

La mirada de S.H. podía ver amplio y lejos, aún cuando pareciera no estar prestando atención. Pocas veces se le escapaban las cosas, incluso cuando deseaba que así hubiese sido. Era una cazadora avezada y furtiva. Ella podía descubrir secretos inconfesos simplemente con mirar fijo a los ojos, o incluso cerrándolos. Recordaba los momentos en los que apretaba fuerte los párpados solamente para que aparecieran las imágenes de lo oculto en la oscuridad de su no-visión. 

Como una ninfa que se transforma en gorgona, S.H. sufría el castigo de ser fascinada por lo inasible. Ya fuera un hombre o una gesta, la elegía la alcanzaba cuando tanto uno como la otra se mostraban seducidos por los motivos incorrectos. Pero ella no se daba por vencida. Incluso saboreaba los imposibles. 

S.H. descubrió que no dimensionaba apropiadamente el impacto que ella causaba a otros. Cuando lo hacía, un dolor en el pecho le indicaba que no era tan amable como creía. O, mejor dicho, que sí lo era, pero que el costo a pagar por su desaparición o su insistencia era muy alto no sólo para ella. Creía tener todos los ases bajo la manga, hasta que alguien hacía poker de ases o la denunciaba como tramposa, señalando su muñeca.

S.H. aprendió a camuflarse, a disimular sus cualidades, a pasar inadvertida. Aprendió a disfrazarse de mujer no-rival, no femme-fatal, garantizada. Aprendió que le iría mejor si no iba por allí denunciando lo que veía con su simple presencia exultante de convicciones y libertades avant garde. Ella cedió, demasiado pronto, al estigma de lo instalado, a la estructura del aburrimiento y la chatura, a la mediocridad de su sociedad plagada de secretos, hipocresías, farsas y mojigaterías. Dejó de ser la mujer que era, pero sólo por fuera. Ahora, como nunca antes, debía confiar en cruzarse con aquellos que percibían lo tenuamente escondido y que optaran por desafiarla. Convenía encontrarse con un excavador de tesoros, un aventurero osado que anhelase encontrar lo inexpugnable.

De repente, S.H. se dio cuenta que sus siglas eran la onomatopeya de una orden: la de hacer silencio. Fiel al peso de lo heredado, comenzó a transformarse en la mujer que acata la orden, irónicamente, sin chistar.

S.H. se miró en el espejo. En el fondo de su mirada, invulnerada, le devolvió la mirada una mujer profundamente seductora. Le guiñó el ojo y, con media sonrisa, le susurró al oído: "Rompamos las cadenas". Con miedo, S.H. eligió desafiarla.

S.H. descubrió que era taciturna, que sus iniciales eran la onomatopeya del silencio y que el silencio guardaba su oculto tesoro.

Y supuso que Freud, a esta altura, estaba haciéndose un festín. 

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados

Imagen: "Las lágrimas de Freya", de Gustav Klimt.


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