domingo, 1 de noviembre de 2009

Dejándome caer para elevarme



Hoy escuché el cuento que escribió una niña de 8 años y que empezaba más o menos así:
"Había un pueblo muy lejano y chiquito, donde dos gitanas estaban bailando. Eran preciosas y alegres..."

Recordé cuando mi imaginación sentía que no tenía límites. Porque aclaro, sé que no los tiene, pero a veces se siente como si los tuviera.

Las gitanas me remitieron a Hungría. Hungría me remitió a las fábulas de adivinación. Y éstas, a mis días en los que leía los cuentos ilustrados, con princesas de Oriente y príncipes valientes que cruzaban los mares para rescatar a su doncella o peleaban batallas por honor, incluso cuando sus oráculos pronosticaban derrota.

Y también me remitió a mis inicios intuitivos. Intuición, esa verdad que aparece como evidente, que se percibe íntima e instantánea y nos muestra que el razonamiento no es necesario para advertir o para comprender. Nace en nosotros, con nosotros, por nosotros. Está en la naturaleza. Pero nos dedicamos el resto de nuestra vida a acallarla, a aquietarla, a desprestigiarla, a aniquilarla o a olvidarla. Porque el razonamiento, desde Descartes, es la moneda que vale. La razón todo lo puede, incluso la existencia.

Hoy quiero adivinar, intuir, percibir íntimamente mi unión con lo incognoscible desde la mente. Hoy quiero rescatar a la doncella que siempre fui, con tiara brillante que iluminaba el camino de Oriente y mostraba su espíritu, para guía de aquellos que se animaban a ver. Hoy quiero rendirme a los encantos de la imaginación sin límites, aquella que me mece hasta que me entrego al sueño que me cuestiona si tal vez en este mismo instante, no esté imaginando que soy esta mujer que escribe que imagina que su imaginación tiene límites.

Hoy quiero soltar. Mis manos se abren, me inclino hacia atrás y comienzo a caer, flotando feliz, en un mar de incertidumbre; los ojos cerrados, la sonrisa a flor de labios, la mente liberada de sus ataduras.

Soy feliz. He vuelto.