domingo, 16 de diciembre de 2018

El hombre de la sonrisa perpetua (I)

Arriba al andén. A través de un claro de su larga gabardina negra de corte cruzado con ocho botones, la cadena de su reloj de bolsillo refleja los destellos de la mortecina luz de la plataforma, haciendo alarde de su plata pulida de setenta y seis años de antigüedad. Mira la hora: 22.33 hs. Lo envuelven la noche sin luna, el silencio profundo de una estación sin gente, la brisa indecisa del otoño. Inicia un viaje interior hacia sí mismo mientras aguarda por el otro viaje, el exterior, el que lo devolverá a su casa de ladrillos.

Ella comienza a asomar desde la escalera del fondo del andén de enfrente como lo hace una aparición de otro mundo. Esbelta, elegante, con una sencilla belleza, no camina, se desliza etérea sobre el cemento. Se detiene. Parece sopesar la idea de permanecer parada, andando o sentarse en el banco de madera con olor a pensamientos pasajeros, emociones contenidas y recuerdos inconfesables. Tampoco parece advertir que él está allí, parado en el casi exacto punto opuesto a ella. 

Él, por el contrario, alza la mirada hacia ella ni bien hace su mágica aparición. Y esboza una sonrisa. La primera. La que acompaña a su observante mirada curiosa. La que escanea y dispara pensamientos de distinto tenor e intensidad. 

Ella, finalmente, se sienta. El frío y la humedad de la estoica madera semejan una prolongación burlona de su propio estado de ánimo. Está cansada del llanto tenue y gris que convive con ella desde que él, otro él, le confesara que nunca la había amado. Lo que la sorprendió no fue su honestidad -la de él-. Lo que la sorprendió fue su frialdad -la de ella-. Súbitamente, detecta un movimiento a lo lejos. Entonces, lo ve. Se pregunta sobresaltada cuánto tiempo lleva allí. 

Él nota que ha capturado su atención. Su sonrisa indeleble es ahora acompañamiento para una alegre inquietud en su mirada que se transforma rápidamente en una invitación silenciosa. 

Ella, saliendo de su abstracción, parece responder a la invitación. Se incorpora y comienza a caminar en dirección a él. Detiene su marcha al quedar uno frente al otro. Lo mira con desconcierto, seria. Una bruma espesa comienza a acotar su visión periférica, quedando la silueta de él como único foco central de la escena: alto, con la gabardina sin abotonar, un lustrado reloj de bolsillo, su mirada de bienvenida. Y su sonrisa. 

Entre esa silueta y ella se interponen los caminos que llevan a las antípodas. 

(¿Cómo sortear la brecha del destino?)

La distancia entre ellos se asemeja a un abismo infranqueable. Ambos se estudian, se adivinan, se imaginan, se alcanzan, se saborean, se enlazan. Ella ya no solloza: él, con su sonrisa singular, le muestra lo posible. 


Ruge el metal. ¿Qué tren se aproxima? Los dos giran las cabezas en una actitud que muestra desesperación. Incrédulos, ven que ambos trenes están alcanzando las plataformas en una macabra danza sincrónica. En un instante y al unísono, ambos desaparecen el uno de la vista del otro. Y en una frenética precipitación al interior de los vagones, se buscan a través de las ventanillas. Se enlazan, se saborean, se alcanzan, se imaginan, se adivinan, se estudian. 

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Se alejan.


Su mirada -la de ella- queda grabada en la mente de él.
Su sonrisa -la de él-, en un salto imposible sobre un abismo infranqueable, está ahora en el rostro de ella.

Él toma asiento en el vagón, de cara a ese instante que se está transformando en recuerdo. Quiere atesorar la eternidad que acaba de transcurrir ante sus ojos. Lentamente, reinicia el viaje interior hacia sí mismo. Mira el reloj: 22.38 hs. Cinco minutos. Una hermosa eternidad. Y esboza una sonrisa. La enésima. 

Perpetua, como ese instante. 

(11/11/2018)

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados