martes, 9 de noviembre de 2010

El juramento de los Horacios...o cómo estoy pensando estos días


Y llegaron los juramentos, que no son tales, excepto con nosotros mismos.

Nos juramos hacer las cosas bien.

Nos juramos no volver a hacer aquello que tanto daño hizo.

Nos juramos no volver a comenter el mismo error dos veces.

Nos juramos no volver a enamorarnos de la persona equivocada.

Nos juramos que la dieta esta vez, sí va a funcionar.

Nos juramos no dejarnos llevar por las falsas promesas.

Nos juramos tomar aquella decisión de una vez por todas.

Nos juramos vivir intensamente, porque no se sabe hasta cuándo estaremos en esta tierra.

Nos juramos vernos "sin falta".

Nos juramos estar ahí, a como dé lugar.

Nos juramos, nos juramos, nos juramos...

Y cada juramento incumplido nos carcome el cuerpo, nos taladra la cabeza, nos perfora las entrañas, nos hiere mortalmente. A veces, hasta nos mata.

Cada juramento que nos hacemos y no cumplimos nos quita satisfacción, felicidad, deseo, placer, vivencia.

Pero, por sobre todo, cada juramento nos separa del presente: el único momento válido, vital, completo, tangible, real.

Cada juramento nos aleja del perdón.

Cada juramento nos aleja del amor.

Cada juramento nos aleja de nosotros mismos.

Jurar pone a Dios como testigo, en lugar de ponerlo como protagonista. Nos negamos o afirmamos atestiguándolo frente a Dios y entonces así somos, sin dudas, sin vacilaciones. Así somos de asertivos, de decisorios, de jueces. Así de creíbles, de infalibles, de seguros.

Quiero dejar de jurarme para empezar a perdonarme, a amarme, a acercarme a mí. Quiero tomarme vacilante, indecisa, confusa, no asertiva, falible, insegura.

Quiero estar aquí, ahora, conmigo.

Y estoy segura que estando así, entonces estaré tan cerquita de Dios que no lo necesitaré como testigo.

Estaremos juntos, en la eternidad que dura este exacto momento.