domingo, 3 de febrero de 2019

Cinco ciruelas

Está cayendo la noche, aún no desarmo mi pequeño bolso con las pocas pertenencias que logré rescatar en el apuro y los pensamientos sobre cómo y dónde comenzar a instalarme no están decididos a ordenarse.

Me echo sobre el sillón de cuero de dos cuerpos que se queja con crujidos de material nuevo frente a mis impertinentes ganas de descansar. El vuelo de British Airways desde Madrid me trajo a Tokyo en diecisiete horas con treinta y cinco minutos, sin contar las cuatro horas con seis minutos desde la estación de Murcia del Carmen hasta Atocha y los veintitrés minutos de demora en Migraciones que casi aniquilan mi esperanza de salvación.

Me doy cuenta de que llevo más de veinticuatro horas huyendo sin detenerme. Después de siete años y tres meses viviendo en el pabellón Espinardo de la Universidad de Murcia logrando la estabilidad anhelada (otra vez), Tokyo me recibe con el frenesí de una ciudad completamente distinta a lo conocido.

Al llegar a la puerta del alojamiento temporario, inspiro profundo. El perfume de los ciruelos en flor de febrero tiñen de rosa brillante y paz mi interior. Cierro los ojos y evoco otros aromas. Mis paseos por La Huerta murciana plagada de aquellos ciruelos, los europeos, los de tonalidad bordó sangre, aparecen en mi mente con el detalle preciso y precioso de haberse almacenado sin saber que se convertirían en señal imborrable del espanto.

Extraña ironía; no se me ocurre una mejor manera que la ofrecida por la sensual fragancia oriental de los ciruelos para lavar los recuerdos, también aromáticos pero sangrientos, del último día y medio.

Parece mentira que hace apenas veintiocho horas con cincuenta y tres minutos, ambos estábamos besándonos tierna y apasionadamente en el Puente de Los Peligros sobre el Río Segura. A esta altura, ambos nombres se me antojan una sarcástica declaración de advertencia y burla que no supe ver.

Luego de cinco años y cincuenta y cinco días de relación, él me conoce tan bien que empieza a anticiparse a mis movidas. No sé cómo lo logra, nadie antes había podido. No es sencillo manejar la alteración del tiempo como yo lo hago después de una vida de entrenamiento. Me seduce y me inquieta que tenga la rara habilidad de poder detectar con exactitud mis propias percepciones; hace de él un hombre aún más único y deseado. Peligroso.

Con esa minuciosidad me regala las flores que más me gustan, pide mi café favorito según la estación del año, me sorprende con el barroco anillo borgiano con el bello granate que tanto aprecio, prepara la comida que añoro en determinados momentos, realiza los movimientos ideales en la intimidad que bajan mi guardia. Entonces, aquel día me pregunto "¿estará al tanto de mis secretos mejor guardados con el mismo lujo de detalle?" No me importa que sepa los secretos ajenos que guardo, ni siquiera me molesta que sepa los propios. Aunque...

De repente, me estremezco. Necesito urgentemente adelantarme a este movimiento sin que él lo prevea porque, si lo hace, estoy acabada. Necesito que él crea que este estremecimiento es por sus caricias y no por el terrible recuerdo que acaba de aparecer en mi mente.

Ingreso en su dimensión sin tiempo, buscando alguna señal que muestre si está vigilándome. Aparentemente, él también ha bajado su guardia porque no parece dar cuenta de mi infiltración. Escaneo sus procesos, miro las imágenes que se suceden ininterrumpidamente en su campo de percepción. Súbitamente, al fondo de sus fantasías, borrosa y mezclada entre otros tantos pensamientos, aparece la imagen temida: allí estoy yo, a punto de cometer el primer acto de cuatro que nadie, ni él, puede ni debe saber.

Veo cómo se acelera el ritmo de su corazón y no es por nuestro encuentro amoroso. Está a punto de saber la verdad. ¿Por qué no podía, simplemente, conformarse con seguir siendo todo lo común que siempre había mostrado ser? Al fin de cuentas, sólo por eso lo había elegido.

Doy vuelta mi valioso anillo con la piedra granate, "del color del ciruelo que tanto te gusta", me dijo. Una pequeña saliente que comunica el compartimento oculto con el exterior roza su espalda y, como yo, el curare besa su piel. Sus músculos se tensan y paralizan. Sus ojos se abren sorprendidos, estupefactos mientras su mente ve con claridad lo que significa aquella escena de mí que estaba antes de fondo. Veo cómo su corazón se detiene de golpe.

"Lo siento. De verdad lo siento", alcanzo a decirle antes de que caiga cuatro segundos después, sin vida, al suelo.

Veintiocho horas y cincuenta y tres minutos después heme aquí, exhausta, sobre un sillón de cuero mientras intento que mis ideas se ordenen.

Me incorporo, abro el bolso y saco una bolsita con frutas frescas que compré en el aeropuerto al llegar. Entre varios frutos, hay cinco ciruelas japonesas. Me las llevo a la boca, saboreándolas, una a una; una por cada acto inconfesable que he cometido, incluyendo su homicidio, mientras pienso que el país del Sol Naciente es un gran lugar como metáfora para reiniciar mi vida.

Por sexta vez.

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados

4 comentarios:

Unknown dijo...

Cyndi me transporta. Leo con intensidad cada palabra,

Mónica Yáñez dijo...

Excelente! Como ya te dije una vez logras que viaje,vea,toque texturas, huela ,saboree,me agite,me estremezca, me agite y así podría nombrar muchas cosas mas. Que gran escritora. Me pongo de pie y te aplaudo.

Clr. Cyndi Viscellino Huergo dijo...

Moni querida, aunque tarde por estos pagos (yo), aquí estoy. Agradecida por tus palabras tan generosas. ¡Muchas gracias!

Clr. Cyndi Viscellino Huergo dijo...

Gracias, "Unknown"...me encantaría saber quién sos. Abrazo gigante y gracias por pasar a leerme (perdón por la demora en la respuesta a tan amable comentario).