sábado, 19 de enero de 2019

Charles

Cree estar recorriendo las calles con un andar cansino, esperando que el golpe de las baldosas bajo sus pies sincronicen en un diálogo imposible con sus silencios. Busca respuestas a preguntas no formuladas y la frustración lo abrasa. Sólo él detecta en su sudor la temperatura intolerable.

Un sexosapiente, un pseudoerudito, un cuasi-académico, un más o menos todo y prácticamente nada. Desde que sus palabras se llamaron a la inactividad intuye que su universo está a punto de colapsar. Escucha, perplejo y sin entender los sonidos, el gorjeo de los testigos que claman soluciones inasequibles. ¡Qué saben ellos! ¿Es que acaso no se dan cuenta de la evidente manipulación a la que este silencio lo somete?

Eleva la mirada. El cielo está cargado, como sus fantasías. Nadie parece percatarse de su infierno personal. La soledad lo condena a un camino árido que las plantas de sus pies padecen hasta sangrar, intuyendo que la sincronización es inútil. La ira se agolpa en su garganta esperando poder salir, pero las palabras no están allí para escupirla y es el cuerpo, trémulo, espástico, quien grita hasta el paroxismo. El deseo, el sudor, la desesperación no cejan. ¿Hasta cuándo?

Las lágrimas comienzan a rodar por sus mejillas hirvientes evaporándose ante el primer contacto con su piel. Incluso detecta la nube que se forma sobre su cabeza. En el choque con el aire frío, llueven sobre él sus propias emociones.

Se retuerce en su avance, con la dificultad que le implica el respirar.

Las convulsiones silentes no cesan. Inesperadamente, una leve carraspera le anuncia el regreso de sus pensamientos, difusos al principio, perturbadores después. El primero de ellos aparece límpido, protagónico, para hacerse escuchar con ostentación: ¨Mantente cerca de los que te han notado cuando eras invisible.¨ *



¨No apeles a la impertinencia otra vez¨, se recuerda responderle fingidamente desapasionado, cerrando la puerta (y las posibilidades) tras de sí.

Está al borde del abismo. No importa ahora cuánto él haya logrado a lo largo de su vida ni cuán importantes hayan sido sus creaciones. En esta instancia, con el cuerpo sudoroso, cansado de tanto andar y la odisea de sus caminos plagada de extravagancias, mira sus manos sin llegar a captar cabalmente la naturaleza del hombre en el que se ha estado convirtiendo.

Siente la brisa húmeda en su rostro. La humedad huele distinto al aire libre, le da un toque de vivacidad a lo precario. Se siente aturdido y lúcido al mismo tiempo mientras atisba ciertas imágenes mentales de su estadía en el claustrofóbico encierro de silencio.

Da la vuelta y se gira de cara a la señal. Empiezan a mostrarse con nitidez ciertas letras, sílabas, palabras enteras. Desde su privilegiado punto de visión, el cartel semeja una aparición reveladora de un gran secreto. Pero él conoce bien las reales dimensiones de esa prisión de lujo; después de todo, es el punto de origen de su hazaña.

Hazaña: palabra grandilocuente para describir su contingencia. Sonríe. Sin dudas, está recuperando su pseudoerudición.

Gira levemente sobre sus talones y en un murmullo apenas audible saluda al vigilador de turno. Frente a él, el enorme y largo cartel le indica, una vez más, que la rutina lo espera en el cuarto piso.

Mirándose profundamente a los ojos reflejados en el espejo del elevador, se dice: ¨No es mi día. Ni mi semana, ni mi mes, ni mi año. Ni mi vida. ¡Maldita sea!¨ *

* Frases de Charles Bukowski.

Cyndi Viscellino Huergo ©Todos los derechos reservados

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