El Rosedal,
en su esplendor, regala abundante fragancias de primavera. Una brisa suave y
fresca mueve las gasas de las vestimentas femeninas y juega con los cabellos.
Estamos en 1977, y la Orquesta Sinfónica del Teatro Colón se prepara para tocar
Aída, de Verdi, en un escenario ubicado en medio del lago.
Yo, vestida
de gala para mi corta edad, acompaño a la hija de una de las trompetas de la
orquesta, por lo que tengo la ubicación privilegiada de las bambalinas del
escenario. Estoy en medio de la vorágine de la preparación, de los nervios de
los ejecutantes, de la tensión del silencio previo al inicio frente a un
Rosedal repleto, todos mirándome a mí –bueno…¡así me siento!-.
Me ubico
cerca de los timbales, gigantes, imponentes, guturales. El director golpea el
atril tres veces, como en las películas y los dibujitos animados y entonces los
instrumentos comienzan a vibrar al unísono, armoniosa y sincronizadamente. A
medida que avanza la ópera ya no recuerdo dónde estoy ni cómo me llamo. Me
imagino una esclava etíope que espera el triunfo del amor de su vida en la
guerra.
Miro hacia el cielo, las estrellas dibujan el arco por donde marcho al
compás del Triunfo. El corazón se me apretuja en el pecho, los tendones se me
estrujan, la emoción se instala en la garganta hasta que me es imposible
respirar y las lágrimas corren por mis mejillas de niña, mientras una sonrisa
victoriosa se dibuja en mi cara, diciéndome que por fin logro el éxtasis al que
estoy destinada.
No puedo
dejar de llorar. Me siento torpe, porque el momento es tan feliz que me duele
el pecho. La orquesta da los acordes finales y los timbales resuenan poderosos,
avisando la culminación.
La gente se
pone de pie y aplaude, aúlla, grita los bravos. Yo me siento una ejecutante más
y me embriaga esa multitud que me mira, emocionada. Estoy orgullosa y sigo
llorando. Me abrazo a mi amiga y juntas miramos a los músicos, de pie,
saludando gentil y humildemente. Ya no estamos sobre el agua del lago, sino
sobre las nubes del cielo. El universo todo es nuestro: de Verdi, de la
orquesta, del público, de ella, de mí.
Un poco más de un par de
horas bellas. Un instante sublime. El estallido y la felicidad.
Empiezo a
bajar la rampa del escenario...empiezo a bajar del cielo.
Qué
afortunada soy. Sé lo que sienten los ángeles.
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