Una Masharah* para Cyndi
* Máscara: Del italiano maschera, y este del árabe masẖarah, objeto de risa
Hacia finales de aquel caluroso verano abrí los ojos. Delante, un
amanecer multicolor y la contrafigura de una cúpula de iglesia. Detrás, un
cielo aún nocturno con una luna llena protectora iluminando...¡otra iglesia!
Alguien definiría eso como “destino”. Yo no.
Miré hacia un lado y al otro y me di cuenta, desde
aquel primer momento, que todo estaba allí, pero no todo era lo que parecía y
que ese todo dependería de cómo mis ojos vieran. Pero me entregaron enseguidita
una máscara llena de gestos, de palabras, de conductas. O al menos pensé que
fue “enseguidita” porque cuando intento hacer memoria, eso ya estaba allí. No
recuerdo otra cosa más que la primera máscara.
"Adaptable". "Versátil". "Diplomática". Esos
fueron sólo algunos de los epítetos que utilizaron para describirme mientras
iba creciendo. Hasta que en la adolescencia una amiga me dijo: “¡sos una
careta!” y me rompió el corazón en dos. Luego sabría que se refería a que me
acusaba de utilizar una máscara diferente según dónde estaba y con quién y a
ella eso le parecía una aberración, una hipocresía, una falta a la verdad.
Me desorientó descubrir la multiplicidad de personas
que había en mí: una analítica, otra emotiva, una sensible, otra fría, una
intuitiva, otra racional, una empática, otra enigmática, una crítica, otra
guía, a veces guiada. Y también reparé en la cantidad de máscaras que me habían
sido dadas aquel día de finales de verano. ¡Y yo que pensé que era sólo una!
Tenía que elegir ponerme la de la adultez, "por la edad", me dije. Era seria, con objetivos sociales esperados y grandes logros
demostrables. Estuve así un tiempo hasta que empecé a sentirme muy incómoda
dentro de mí. En la intimidad me sacaba esa máscara pero otra aparecía debajo,
y otra más debajo de esa.
¿Dónde estaba mi cara?
Me situé frente a un espejo y me fui arrancando las
máscaras, una a una. Sorprendida ante la multitud de fascias, finalmente me
enorgullecí de ser así. ¿Cómo sería jugar con todas esas caretas, con todos
esos antifaces? (¡Ante-faz!). ¿Podría elegir conscientemente cuál
ponerme y para qué? ¡Qué desafío tenía frente a mí!
Hacia la mitad de mi vida lo supe: todo aquello que
estaba cuando abrí mis ojos por primera vez era muy distinto de lo que se me
había enseñado. Enloquecí. Sentí que ninguna máscara me protegía. Todo a mi
alrededor era absurdamente arbitrario y yo, yo era un dios omnisciente que todo
lo veía, por vez primera. Sentí las formas primigenias, sentí las
danzas moleculares de las cosas y cómo se formaban, vi la esencia. Y yo estaba
vacía, de recuerdos, de datos, de máscaras. ¡Era libre! Había nacido de nuevo
hacia la mitad de mi vida.
Pero me pregunté, ¿no sería esta visión una nueva
máscara...?
Seguí el resto de mi vida luchando por conservar esa
visión maravillosa que duró sólo segundos. Algunos me entendieron, otros no.
Fue difícil intentar deshacerse de las máscaras. Aprendí que podía destruirlas
pero que siempre construía nuevas. La multiplicidad, el aprehender a mirar, a
pensar, a elegir fue llevándose mi tiempo. Me cuestioné mis dogmas, incluso los
inventados. Decidí no estar conforme con lo que me decían, ser yo mismo, ser un
individuo único. Y fui feliz.
Entonces, cuando elegí cerrar definitivamente los
ojos, lo hice en una bisagra temporal de finales de verano, con
un cielo aún nocturno con una luna llena protectora frente a mí y un amanecer multicolor a mis espaldas.
Sin iglesias y con un gran sentido de espiritualidad. Mi interior estaba lleno
de opciones, de decisiones, de anécdotas, de palpitaciones, de sentimientos, de
emociones, de críticas, de placer, de sufrimiento, de redención, de intuiciones
ratificadas.
Pero todo, todo, seguía allí afuera igualito a como cuando abrí
mis ojos por primera vez.
Cyndi Viscellino Huergo
Borrador original del 02 de Julio de 2007