Dos mañanas consecutivas.
Dos noches seguidas trayendo a mi mundo a seres ya hace tiempo alejados de mí por diversas circunstancias, ambos amados, ambos dejados (por la vida o por mí).
En ambos casos, mi realidad fue tan perfecta que pude decirle a uno todo lo que me había molestado de una determinada situación y al otro, todo lo que se perdía al haberse equivocado de rumbo, según mi criterio subjetivo y dolido. Pero en las dos situaciones hubo un factor común: una gran decepción de mi parte.
Porque a ninguno de los dos pude decírselo en el momento adecuado. Porque no quise ser egoísta (o eso pensaba yo). Porque me dí cuenta de que el dolor se había convertido en resignación.
Estaba transitando mi siguiente escalón (el último) en mi duelo que había comenzado hacía años. La decepción fue descubrir la trivialidad, la afectación o lo injustamente tratada que me había sentido.
Qué bueno haber terminado el duelo. Qué bueno haberlo hecho en una realidad perfecta, sin condicionamientos, como la que me ofrecieron ambos sueños.
Me desperté sendas mañanas con un sabor agradable en la boca y una leve sonrisa en los labios. Me levanté algo más liviana y mis días se iluminaron con mayor intensidad. Reapareció la sonrisa y ya en vigilia, pude terminar de procesar lo que comencé en ese mundo realmente irreal.
Ahora estoy esperando un tercer sueño. Creo que ése se demorará un poco más. Pero es sensacional saber que habrá de producirse, tarde o temprano.
Hasta mañana. Dulces sueños...